domingo, 1 de diciembre de 2013

Elegía

Nunca fui capaz de mirarte a los ojos. Cada vez que te hablaba, fijaba mi mirada en alguna parte de ti. No podía mirarte entero. No quería verte tal como eras.
En mi cerebro, los fragmentos que recuerdo de tu figura se reconstruyen formando una figura atroz. La figura que me gritaba, la figura que me menospreciaba, la figura que nunca creyó en mi.
Pero no te odio. Y se que tu a mi tampoco me odiabas.
Eres un ser imperfecto, como todos los humanos (como yo), pero nunca aprendiste a vivir con ello.
Se que a tu manera, me querías. Querías la hija que pude ser, a la hija atleta, a la hija intelectual, a la hija autosuficiente. Pero padre, no soy esa hija. Te juro que lo intenté, te juro que durante años me sentí culpable y terriblemente humillada por no serlo.
Pero ahora que no estas, ahora que tu cuerpo se descompone ahí abajo, me miro al espejo y me siento orgullosa de la persona en la que me he (me has) convertido. Tu destrucción ha sido mi renacimiento. Ya no soy esa hija acomplejada que no obtenía reconocimiento, ahora soy una mujer que responde sólo ante si misma.
Tan solo lamento tus engaños, tu sangre fría a la hora de sentarte a la mesa, de servirnos tu comida, de mirarnos a la cara y preguntarnos cómo nos había ido el día. Porque aunque en vida guardabas bien tus secretos, yo, que soy sangre de tu sangre, lo sabía. Porque tú y yo, aunque me duela, somos iguales.
Adios.

La destrucción del padre. Louise Bourgeois

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