jueves, 12 de marzo de 2015

Corriente alterna

Esa mañana se sentía especialmente abstraído. Se había levantado con el ánimo sereno, cosa extraña en él; muy extraña.
Normalmente dormía un par de horas y después se encaminaba al laboratorio, hambriento de la necesidad de avanzar en sus proyectos. Pero hoy no le apetecía.
¿Cómo era posible que no tuviera ganas de trabajar?
Por muy bizarro que pareciese, su alma lo llamaba a darse un paseo por el Central Park. Tenía que ir a verla.
Antes de levantarse de la cama, estiraba los dedos de los pies cien veces. Era su pequeño ejercicio matutino. Siempre lo hacía.
Después se ponía en pie, contaba hasta tres y se dirigía al aseo. Le encantaba emperifollarse, pues sabía perfectamente que una regla de oro en el mundo, era estar siempre impecablemente vestido y una insistente higiene diaria.
Al acercarse al espejo, notó que el mostacho le había crecido un poco más del lado izquierdo, por lo que el derecho parecía todo un desastre. Con unas tijeritas, recortó aquellos pelos rebeldes.
—Cómo odio el pelo, es asqueroso —dijo, mirando los restos que habían quedado en el lavabo.
Nikola Tesla jamás iba desaliñado.
Se vistió con su traje especial, el de ir a pasear. Y se encaminó a desayunar.
Bajó por el ascensor, ya que vivía en la planta número treinta y tres, en la suite 3327.
¿Por qué? Si no era divisible por tres, que era el número favorito de Tesla, entonces no tenía cabida en su vida.
—Buenos días, señor Tesla —lo saludó una de las trabajadoras, mientras colocaba delante de él su taza de té.
—¿Has limpiado la cuchara dieciocho veces, no? —le recordó, observando con ojo crítico el fino cubierto de plata.
—Claro que sí, todos los utensilios que hay en la mesa han sido limpiados como el señor ha pedido.
Tesla los observó a la luz de la preciosa araña que colgaba de la habitación. Brillaban cristalinas como las gotas de agua de los ríos de Gospić, la ciudad donde creció.
—Gracias, puedes retirarte. —prefería comer solo, pues no le gustaba que lo miraran ni lo molestaran con preguntas superfluas.
—Una cosa más —la joven depositó junto a Tesla un montoncito de cartas—, llegaron esta mañana, que disfrute del desayuno.
Un pequeño movimiento de cabeza y la mujer desapareció por una de las puertas de roble.
Nikola miró las cartas con recelo. Casi siempre eran de admiradoras que lo invitaban a tomar el té o ir al teatro. Tesla no tenía tiempo para esas nimiedades, por eso últimamente había empezado a volverse un maniático con el tema del correo.
Las esparció por la mesa y empezó a catalogarlas mentalmente.
“Admiradoras”, “Gobierno”, “Compañía”, “¡Mark Twain!”. La carta de su amigo hizo que sonriese abiertamente por primera vez esa mañana. Llevaba varios días esperando la contestación. Utilizó el abrecartas que la trabajadora sabiamente había dejado en la mesa.

Mi queridísimo amigo:

Siento la tardanza, he estado terriblemente ocupado con la publicación de mi último libro. Espero que sepas perdonarme, pero no lo hagas por escrito. Iré a verte pronto, echo de menos nuestras largas conversaciones junto a las bobinas del laboratorio.
He leído las declaraciones que Edison hizo sobre tu trabajo. Te digo amigo, si un hombre me retase en alguna ocasión, me lo llevaría con amabilidad y misericordiosamente de la mano a un lugar tranquilo para después matarlo. Pero eso es solo lo que haría yo.
Espero que sigas adelante con ese último proyecto del que me hablaste. Estoy intrigado, Nikola.
Porque un hombre con una idea es un loco hasta que la idea triunfa.
Con afecto,
Mark Twain.

¿Iba a visitarlo? ¡Tenía que poner todo a punto! A Nikola le gustaba darle buena impresión a sus seres queridos.
¿Y a qué se refería Mark sobre el maldito de Edison? Tesla no olvidaba que aquel gordo empresario le debía dinero. Muchísimo dinero.
Entonces otra carta le llamó la atención. Llevaba las siglas “T.A.E”
Sin miramientos, la abrió.
Dentro había un recorte de periódico y una nota que ponía “Estuviste tan cerca del éxito, y ahora estás enterrado en toneladas de fracaso.”
Reconoció la letra de su antiguo mentor. Llevaba ya unos años atormentándolo e intentando hacer creer a la sociedad que la corriente alterna era peligrosa. Así, descubrió leyendo aquel recorte, que Edison hacía experimentos con animales utilizando las bobinas que Tesla había creado. Los electrocutaba y engañaba a las familias diciendo que la corriente alterna era peligrosa para tenerla en el hogar.
Furioso, destrozó la carta y el recorte; recogió su abrigo y se encaminó a las ajetreadas calles de Nueva York. Antes de salir, siempre daba tres vueltas en la baldosa de delante de la puerta, si no lo hacía se sentía incapaz de abandonar el hogar.
El aire de aquella mañana estaba especialmente cargado. Los coches iban y venían por las anchas calles, dejando tras de sí molestas humaredas. Nikola no podía evitar sacudirse los restos de un hollín apenas perceptible para el ojo humano. Pero él lo notaba, como si se escurriera por los tejidos de su abrigo y poco a poco avanzara hasta su delicada piel.
Tesla jamás iba sucio, menos si iba a verla a ella.
Sus pasos eran rápidos, elegantes y precisos. Evitaba a toda costa que lo reconocieran, por lo que llevaba el cuello del abrigo arriba, tapando sus facciones.
El Central Park no estaba lejos, por lo que pocos minutos después llegó al banco que tanto gustaba utilizar. Se sentó, no sin antes limpiar la zona con uno de sus pañuelos. Era un día fresco de otoño. Había muchas hojas de árboles marrones y amarillas por los suelos de piedra. Era todavía temprano, por lo que no había casi nadie.
Mejor. A Tesla le molestaban los desconocidos.
Esperó paciente a que ella apareciera. Normalmente no solía rondar aquel banco hasta más tarde. Nikola sabía que si en breves no daba señales, debería llamarla. Ella siempre acudía a él.
Metió la mano en su bolsillo derecho, donde llevaba una bolsita llena de migas de pan y silbó varias veces, de manera característica.
Una bandada de palomas acudieron, negras, grises y anillos verdes en el cuello.
Tesla les dio un buen montón de migas y éstas empezaron a comer.
¿Pero dónde estaba ella?
Entonces, una figura blanca atravesó el lago que había frente a él, y se posó en su hombro.
Ululaba feliz.
—Ya me estabas preocupando, querida —Tesla acarició con ternura el cuello de aquella hermosa paloma blanca—¿Acaso dormías?
A pesar de que odiaba el contacto físico con otras personas, a Nikola le encantaba el tacto de las plumas de su amada paloma.
Siempre que la veía, recordaba cuando se la encontró herida y moribunda. Se gastó miles de dólares para que pudiera volver a volar, y desde entonces, eran inseparables.
—Para qué necesito a una mujer cuando te tengo a ti —dijo a su compañera, que ululó alegre.
Ambos se quedaron en el banco, disfrutando de la mutua compañía, hasta que el parque empezó a cobrar vida. Nikola Tesla se sentía pleno y emocionado.
Esa misma tarde, cuando volvió a su habitación de hotel, escribió las siguientes palabras sobre la paloma blanca.


Quería a esa paloma al igual que un hombre ama a una mujer, y ella también me quería a mí. Me daba razones para vivir”. 

Para Dani.

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