Valerié
refunfuñaba. El sonido del desgarro de las hojas y las bolas de
papel que la rodeaban, denotaba el escenario perfecto de frustración
absoluta. Su regazo, sus pies y el suelo estaban llenos de migas de
goma de borrar. Junto a su muslo izquierdo, un estuche morado que
había visto mejores días. Entre los largos y finos dedos de Val,
podía verse un lápiz número dos. El rostro de la joven se perdía
tras la cascada de cabello castaño y ondulado; el sol otoñal
devolvía reflejos rubios cada vez que movía la cabeza en
desaprobación. Unas olas se dibujaban en su frente cada vez que
borraba; y sus ojos miel se inundaban de tristeza siempre que volvía
la mirada al cielo despejado.
La
joven estaba estresada. Faltaban pocas semanas para entregar su obra
final para la muestra de su universidad y todavía no había sido
capaz de crear un boceto. Nada le parecía adecuado. Nada le parecía
lo suficientemente perfecto.
Los
minutos pasaban y Val seguía ahí, hoja en blanco, lápiz estático.
Infinidad de personas yendo y viniendo delante de ella, algunas
deteniéndose delante de la fuente para arrojar monedas.
Nada
parecía inspirarla en lo más mínimo ese día. Y eso que era su
lugar favorito para crear, para imaginar escenas que después
plasmaba con amor y mimo; retratos que sus profesores alababan y
agradecían con notas excelentes.
Suspiró y dejó sus utensilios a un lado. Con ambas manos se revolvió el pelo, en un vago intento de quitarse la negatividad de encima. De no haberle importado molestar a los transeúntes y a las personas que merendaban los bares cercanos, hubiese gritado.
Suspiró y dejó sus utensilios a un lado. Con ambas manos se revolvió el pelo, en un vago intento de quitarse la negatividad de encima. De no haberle importado molestar a los transeúntes y a las personas que merendaban los bares cercanos, hubiese gritado.
Hundida
como estaba en su malhumor, no vio llegar a aquella mujer, pero sí
la oyó. Un traqueteo de tacones llenó la plaza y llegó a los oídos
de Valerié, que levantó la cabeza para justo ver a una mujer
acercarse peligrosamente al borde de la fuente.
Por
la manera en la que se dejó caer al lado, Val casi hubiese jurado
que la misteriosa señorita se había caído. Cuando enfocó su
mirada mejor en la figura revoltosa, notó que buscaba frenética
algo en su bolso.
«¿Qué le pasa a esta mujer? ¿Estará loca?» pensó, interesada como estaba en la actitud extraña de su nuevo pasatiempo.
«¿Qué le pasa a esta mujer? ¿Estará loca?» pensó, interesada como estaba en la actitud extraña de su nuevo pasatiempo.
Finalmente,
del bolso de marca marrón oscuro, sacó un monedero. La mujer lo
abrió y dada su reacción, Val dedujo que estaría vacío.
«No
te tocan deseos hoy, querida» le dijo Val mentalmente a la
desconocida.
Volvió
a recoger sus cosas y dibujó un puñado de monedas cayendo de una
mano decrépita, debajo miles y miles de personas matándose entre
ellas por coger esos pequeños tesoros. Le gustó el resultado, pero
no lo suficiente como para convertirlo en su obra maestra.
Con
la tontería, la mujer la había inspirado un poco. Se decidió que
volvería a echarle un ojo, quién sabe, quizá esta vez la inspirase
para sacar un aprobado.
Pero
no la veía. Junto a la fuente solo habían un par de niños
intentando coger las monedas que otros habían encomendado a hacer
realidad sueños imposibles. Resopló. La buscó en las mesas del
bar, junto a la farmacia, al lado de la caseta o en las
escaleras.
Nada.
¿Dónde se había metido? No podía estar muy lejos.
Nada.
¿Dónde se había metido? No podía estar muy lejos.
Justo
cuando iba a ponerse en pie, una sombra se cernió sobre ella. Era la
desconocida.
Al estar tan cerca de ella, pudo notar detalles que a la distancia no había podido distinguir.
Al estar tan cerca de ella, pudo notar detalles que a la distancia no había podido distinguir.
En
su rostro había una pequeña sonrisa, rota y triste, decorada con un
lunar coqueto. Sus ojos estaban acuosos y el maquillaje negro se
deslizaba por sus mejillas sin gracia alguna; sin embargo, sus
grandes ojos grises parecían hipnóticos, como las estrellas en la
noche.
La
mujer le habló, pero estaba tan absorta por sus facciones que tuvo
que apartar la vista momentáneamente para poder
concentrarse.
—Disculpe, ¿podría repetir por favor? —pidió Val, enfocando sus ojos a la nariz de la mujer, que parecía ser el único punto que no volvía loca a su imaginación.
—Quería saber si tienes cambio de veinte, si no te importa. —le enseñó el billete, a la vez que con la otra mano se limpiaba disimuladamente una lágrima que caía maleducada por la comisura de su ojo.
—Disculpe, ¿podría repetir por favor? —pidió Val, enfocando sus ojos a la nariz de la mujer, que parecía ser el único punto que no volvía loca a su imaginación.
—Quería saber si tienes cambio de veinte, si no te importa. —le enseñó el billete, a la vez que con la otra mano se limpiaba disimuladamente una lágrima que caía maleducada por la comisura de su ojo.
—Es
posible, déjeme ver —buscó su cartera y vio el contenido, tenía
varios billetes de diez y de cinco—, ¿lo quiere en billetes de
diez, de cinco o uno de diez y dos de cinco?
—No,
yo preferiría monedas, si puedes —parecía apenada. Posiblemente
porque ella misma pensaría que su pedido era una soberana estupidez.
Val
la miró fijamente, entre sorprendida y hechizada.
—Miraré,
suelo tener el monedero hasta arriba, pero no sé si llegará a
veinte.
—No
te preocupes, lo que contenga me será suficiente. —parecía más
que decidida.
—¿Segura?
No creo ni que llegue a algo más de diez y me daría mucha pena
que...
—En
serio, no pasa nada. Solo quiero muchas monedas. —entregó el
billete a Val y juntó sus dos manos ahuecándolas, esperando que la
joven le pasara los tesoros que tanto ansiaba.
Valerié
estaba estupefacta. No se detuvo a contar las monedas, simplemente
vació el contenido de su monedero, en todo momento su vista clavada
en la desconocida. Sus ojos refulgían con una intensidad sobrehumana.
—Eres
muy amable, muchas gracias señorita. —sin esperar respuesta,
corrió hasta la fuente.
En
ese mismo momento, Val levantaba sus hojas y su lápiz y esperaba
inmersa en un sopor creativo lo próximo que aquella mujer fuese a
hacer.
La musa estuvo unos segundos con las monedas pegadas a su pecho, entonando alguna plegaria milagrosa, llamando a cualquier deidad que pudiera cumplir los deseos de un corazón marchito.
La musa estuvo unos segundos con las monedas pegadas a su pecho, entonando alguna plegaria milagrosa, llamando a cualquier deidad que pudiera cumplir los deseos de un corazón marchito.
Y
lanzó todas las monedas, en un abrir y cerrar de ojos, éstas
volaron y giraron en los aires, brillando como diminutos diamantes,
hasta que cayeron al agua.
La
mujer se sentó, cansada después de aquel ritual, en el borde de la
fuente y esperó, como si su cántico fuese a ser respondido de un
momento a otro. Valerié la dibujaba, poseída por una ferviente ola
de creatividad que nunca antes había experimentado.
Una
melodía sonó queda, y la musa sacó un móvil de su bolsillo.
Observó la pantalla durante un rato, moviendo el pulgar por la
pantalla. Val aguantaba la respiración.
Entonces
la mujer se echó a llorar. Espasmos cruzando su cuerpo frágil. Al
tener la cara tapada por las manos, Valerié no podía descifrar si
eran sollozos de tristeza o alegría, pero no le importaba.
Aquello
era lo que había estado esperando durante tanto tiempo.
A
su musa.
Los
trazos en el papel iban y venían, retratando aquella escena que
valdría para matrícula.
La
mujer lloraba y Valerié pintaba.
Para
siempre retratado, el momento más importante de la vida de ambas.
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