martes, 3 de marzo de 2015

La musa

Valerié refunfuñaba. El sonido del desgarro de las hojas y las bolas de papel que la rodeaban, denotaba el escenario perfecto de frustración absoluta. Su regazo, sus pies y el suelo estaban llenos de migas de goma de borrar. Junto a su muslo izquierdo, un estuche morado que había visto mejores días. Entre los largos y finos dedos de Val, podía verse un lápiz número dos. El rostro de la joven se perdía tras la cascada de cabello castaño y ondulado; el sol otoñal devolvía reflejos rubios cada vez que movía la cabeza en desaprobación. Unas olas se dibujaban en su frente cada vez que borraba; y sus ojos miel se inundaban de tristeza siempre que volvía la mirada al cielo despejado.
La joven estaba estresada. Faltaban pocas semanas para entregar su obra final para la muestra de su universidad y todavía no había sido capaz de crear un boceto. Nada le parecía adecuado. Nada le parecía lo suficientemente perfecto.
Los minutos pasaban y Val seguía ahí, hoja en blanco, lápiz estático. Infinidad de personas yendo y viniendo delante de ella, algunas deteniéndose delante de la fuente para arrojar monedas.
Nada parecía inspirarla en lo más mínimo ese día. Y eso que era su lugar favorito para crear, para imaginar escenas que después plasmaba con amor y mimo; retratos que sus profesores alababan y agradecían con notas excelentes.
Suspiró y dejó sus utensilios a un lado. Con ambas manos se revolvió el pelo, en un vago intento de quitarse la negatividad de encima. De no haberle importado molestar a los transeúntes y a las personas que merendaban los bares cercanos, hubiese gritado.
Hundida como estaba en su malhumor, no vio llegar a aquella mujer, pero sí la oyó. Un traqueteo de tacones llenó la plaza y llegó a los oídos de Valerié, que levantó la cabeza para justo ver a una mujer acercarse peligrosamente al borde de la fuente.
Por la manera en la que se dejó caer al lado, Val casi hubiese jurado que la misteriosa señorita se había caído. Cuando enfocó su mirada mejor en la figura revoltosa, notó que buscaba frenética algo en su bolso.
«¿Qué le pasa a esta mujer? ¿Estará loca?» pensó, interesada como estaba en la actitud extraña de su nuevo pasatiempo.
Finalmente, del bolso de marca marrón oscuro, sacó un monedero. La mujer lo abrió y dada su reacción, Val dedujo que estaría vacío.
«No te tocan deseos hoy, querida» le dijo Val mentalmente a la desconocida.
Volvió a recoger sus cosas y dibujó un puñado de monedas cayendo de una mano decrépita, debajo miles y miles de personas matándose entre ellas por coger esos pequeños tesoros. Le gustó el resultado, pero no lo suficiente como para convertirlo en su obra maestra.
Con la tontería, la mujer la había inspirado un poco. Se decidió que volvería a echarle un ojo, quién sabe, quizá esta vez la inspirase para sacar un aprobado.
Pero no la veía. Junto a la fuente solo habían un par de niños intentando coger las monedas que otros habían encomendado a hacer realidad sueños imposibles. Resopló. La buscó en las mesas del bar, junto a la farmacia, al lado de la caseta o en las escaleras.
Nada.
¿Dónde se había metido? No podía estar muy lejos.
Justo cuando iba a ponerse en pie, una sombra se cernió sobre ella. Era la desconocida.
Al estar tan cerca de ella, pudo notar detalles que a la distancia no había podido distinguir.
En su rostro había una pequeña sonrisa, rota y triste, decorada con un lunar coqueto. Sus ojos estaban acuosos y el maquillaje negro se deslizaba por sus mejillas sin gracia alguna; sin embargo, sus grandes ojos grises parecían hipnóticos, como las estrellas en la noche.
La mujer le habló, pero estaba tan absorta por sus facciones que tuvo que apartar la vista momentáneamente para poder concentrarse.
—Disculpe, ¿podría repetir por favor? —pidió Val, enfocando sus ojos a la nariz de la mujer, que parecía ser el único punto que no volvía loca a su imaginación.
—Quería saber si tienes cambio de veinte, si no te importa. —le enseñó el billete, a la vez que con la otra mano se limpiaba disimuladamente una lágrima que caía maleducada por la comisura de su ojo.
—Es posible, déjeme ver —buscó su cartera y vio el contenido, tenía varios billetes de diez y de cinco—, ¿lo quiere en billetes de diez, de cinco o uno de diez y dos de cinco?
—No, yo preferiría monedas, si puedes —parecía apenada. Posiblemente porque ella misma pensaría que su pedido era una soberana estupidez.
Val la miró fijamente, entre sorprendida y hechizada.
—Miraré, suelo tener el monedero hasta arriba, pero no sé si llegará a veinte.
—No te preocupes, lo que contenga me será suficiente. —parecía más que decidida.
—¿Segura? No creo ni que llegue a algo más de diez y me daría mucha pena que...
—En serio, no pasa nada. Solo quiero muchas monedas. —entregó el billete a Val y juntó sus dos manos ahuecándolas, esperando que la joven le pasara los tesoros que tanto ansiaba.
Valerié estaba estupefacta. No se detuvo a contar las monedas, simplemente vació el contenido de su monedero, en todo momento su vista clavada en la desconocida. Sus ojos refulgían con una intensidad sobrehumana.
—Eres muy amable, muchas gracias señorita. —sin esperar respuesta, corrió hasta la fuente.
En ese mismo momento, Val levantaba sus hojas y su lápiz y esperaba inmersa en un sopor creativo lo próximo que aquella mujer fuese a hacer.
La musa estuvo unos segundos con las monedas pegadas a su pecho, entonando alguna plegaria milagrosa, llamando a cualquier deidad que pudiera cumplir los deseos de un corazón marchito.
Y lanzó todas las monedas, en un abrir y cerrar de ojos, éstas volaron y giraron en los aires, brillando como diminutos diamantes, hasta que cayeron al agua.
La mujer se sentó, cansada después de aquel ritual, en el borde de la fuente y esperó, como si su cántico fuese a ser respondido de un momento a otro. Valerié la dibujaba, poseída por una ferviente ola de creatividad que nunca antes había experimentado.
Una melodía sonó queda, y la musa sacó un móvil de su bolsillo. Observó la pantalla durante un rato, moviendo el pulgar por la pantalla. Val aguantaba la respiración.
Entonces la mujer se echó a llorar. Espasmos cruzando su cuerpo frágil. Al tener la cara tapada por las manos, Valerié no podía descifrar si eran sollozos de tristeza o alegría, pero no le importaba.
Aquello era lo que había estado esperando durante tanto tiempo.
A su musa.
Los trazos en el papel iban y venían, retratando aquella escena que valdría para matrícula.
La mujer lloraba y Valerié pintaba.

Para siempre retratado, el momento más importante de la vida de ambas.


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